El Día del Libro se celebra cada 23 de abril en homenaje a, probablemente, dos de los escritores más célebres de la literatura universal, Miguel de Cervantes y William Shakespeare. Según algunas fuentes, ambos fallecieron un 23 de abril de 1616, coincidencia que se quiso aprovechar para instituir ese día como Día del Libro (aunque más recientes estudios han demostrado que ninguno de los dos falleció realmente en esa fecha).
Por su parte, el Día Mundial de la Propiedad Intelectual se celebra el 26 de abril por ser la fecha de entrada en vigor, en el año 1970, del Convenio por el que se crea la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI, en sus siglas en castellano).
¿Qué conexiones podemos encontrar entre estas dos celebraciones, o lo que es lo mismo, entre los libros y la propiedad intelectual? Creo que no es aventurado responder que, probablemente, fue el éxito de los libros, su importancia socio-económica y cultural, lo que propició el nacimiento de los derechos de autor.
Si existiera un túnel a través del cual viajar al pasado, a la manera del “Ministerio del Tiempo”, y poner los pies en el Siglo de Oro, ¿qué paisaje legal nos encontraríamos? ¿Cómo se ganaría la vida un escritor como Cervantes o Shakespeare? ¿Qué herramientas tenían para rentabilizar el fruto de su trabajo?
En los s. XVI y XVII no existía ninguna norma que otorgara a los autores derechos sobre sus creaciones intelectuales, como ocurre en la actualidad. Los compositores o pintores, por ejemplo, para ganarse la vida, solían trabajar por encargo para reyes, nobles y familias adineradas, o mantenerse bajo la protección de algún mecenas que sufragara sus estudios y su manutención. Los autores no participaban (en términos económicos) del éxito de sus obras, ni contaban con el derecho de monopolizar la explotación comercial de las mismas. Por ello, era frecuente que incluso aquellos autores cuyas obras cosechaban un gran éxito (que era rentabilizado casi siempre por terceros) atravesaran periodos de grandes dificultades económicas. Ello sin mencionar la falta de libertad creativa que propiciaba un modelo de esas características, donde el autor debía sobrevivir a base de completar encargos en los que primaba el gusto -muchas veces dudoso- del cliente frente a su propio criterio estético. Nos quedaremos sin saber qué habría pasado si, por ejemplo, los grandes pintores, en vez de retratar a reyes y personajes ilustres, hubieran dado rienda suelta a su libertad e instinto creativo…
Volviendo a los libros y a los escritores, lo más parecido a la institución de los actuales derechos de autor con la que contaban éstos eran los llamados “Privilegios de Impresión”, que la Corona otorgaba (o no) al autor, traductor, editor o librero que los solicitase para la impresión o edición de un concreto libro. Así, el “privilegio” no era propiamente un derecho de autor en su concepción moderna, sino una exclusiva para la edición de un libro que, de manera totalmente discrecional, el Rey concedía al solicitante, que podía ser el autor o no, durante un periodo de tiempo y siempre dentro de los límites de su jurisdicción. Dicho privilegio podía (y de hecho solía) ser objeto de transmisiones posteriores, pudiendo acabar en manos de personas completamente ajenas al autor.
Célebre resulta el caso de Cervantes, que pese a obtener su “Don Quijote” un éxito extraordinario, siendo traducido en pocos años al inglés y al francés, vivía en condiciones precarias.
Francisco Márquez Torres, amigo de Cervantes, contaba la siguiente anécdota:
“Muchos caballeros franceses de los que vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendidos y amigos de buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal, deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más válidos, y (…) apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación en que, así en Francia como en los reinos sus confinantes, se tenían sus obras. (..) Preguntáronme su edad, su profesión, calidad y cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: “Pues, ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?” Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con mucha agudeza, y dijo: “Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo.”
Habrá que volver a meterse en el túnel del tiempo y viajar hasta principios del s. XVIII para ver cómo el Parlamento inglés aprueba el llamado Estatuto de la Reina Ana, que entrará en vigor el 10 de abril de 1710. Esta ley supuso el germen de lo que hoy denominamos derechos de autor, siendo la primera vez en la historia en que se reconoce, legalmente y con carácter general, a los autores de una obra intelectual, un derecho de exclusiva sobre ésta durante un periodo determinado. Es cierto que se trataba aún de una protección limitada, prevista sólo para los autores de obras literarias y no para el resto de creadores. Pero, como siempre sucede, el derecho camina detrás de la realidad, y el hecho de que, precisamente, se comenzara protegiendo a los escritores resulta indicativo de la importancia socio-económica que el libro tenía en el siglo XVIII.
Llama la atención la manera en la que el propio Estatuto explica los motivos que llevaron al Parlamento a su aprobación:
“Considerando que impresores, bibliotecarios, y otras personas, con frecuencia en los últimos tiempos han tomado la libertad de imprimir, reimprimir, y publicar (…) libros y otros escritos, sin el consentimiento de los autores o propietarios de esos libros y escritos, en grave perjuicio para el autor, y muy a menudo en detrimento de ellos y sus familias; para la prevención de estas prácticas en el futuro, y para alentar al hombre culto a componer y escribir libros útiles; podría ser por Usted Su Majestad, aprobado (…) que a partir del décimo día de abril de mil setecientos diez, el autor de un libro o libros ya impresos, que no ha transferido a ninguna otra persona la autorización de copia del libro (…) tendrán el derecho exclusivo y la libertad de impresión de dichos libros por el termino de uno a veinte años improrrogables (…), y que cada autor de cualquier libro compuesto y no impreso ni publicados, o que apenas se habrán de crear, y su cesionario o cesionarios, tendrán el derecho exclusivo de imprimir y reimprimir tal libro o libros por el término de 14 años (…)”
Como decimos, esta ley marcaría el principio de un nuevo sistema de protección de las creaciones intelectuales que conocemos como “derecho de autor” -o “copyright” en su versión anglosajona- que busca conjugar el interés de los autores de ver recompensado su esfuerzo creador (“alentar al hombre culto a componer y escribir libros útiles”, como, hemos visto, decían los Parlamentarios ingleses del XVIII) con el de la sociedad, que desea disfrutar de las obras creadas en unas condiciones lo más ventajosas posibles.
En la patria de Cervantes, tras algunas disposiciones normativas dictadas por Carlos III que ya contaban con ciertos caracteres de este nuevo sistema, la primera Ley de Propiedad Intelectual completa se promulga el 10 de enero de 1879. Casi un siglo más tarde, dicha ley fue derogada y reemplazada por la actual.
Italo Calvino, en su libro “Las Ciudades Invisibles”, nos da dos recetas para combatir el hastío (o infierno, como él lo llama) en el que a veces nos sume la vida cotidiana:
“La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.
Si optáis por la segunda propuesta, seguro que convenís conmigo en que, entre esas cosas que no son infierno, a las que hay que hacer durar y dar espacio, están y estarán siempre los libros.
Fuente: Violeta Arnaiz. Abogada de PONS IP.